
TODOS TENEMOS UNA HISTORIA

TODOS TENEMOS UNA HISTORIA
Te voy a contar una historia, la historia de mis fuertes dolores de espalda y como los superé. Hago referencia a ellos (en plural), porque cada día y cada noche, tenían la costumbre de cambiar de localización y de variar de intensidad.
Una auténtica pesadilla. Al menos así lo veía yo.
Te voy a contar una historia, la historia de mis fuertes dolores de espalda y como los superé. Hago referencia a ellos (en plural), porque cada día y cada noche, tenían la costumbre de cambiar de localización y de variar de intensidad.
Una auténtica pesadilla. Al menos así lo veía yo.
Antes de nada, permíteme presentarme.
Mi nombre es Carlos Goyanes. Hijo de médicos y de profesión economista. Mi infancia como hijo único, aunque en solitario, fue feliz. Mi condición como primogénito marcó mi carácter entre algodones, que posteriormente me pasaría factura.
Hasta los 25 años, todo fue como la seda. Mis méritos académicos, mis primeros trabajos, mis amores, los amigos, los triunfos deportivos, mi salud en general, todo giraba en torno a un círculo perfecto que funcionaba a las mil maravillas. El engranaje de mi vida parecía hecho a medida.
Como si de un periodo de prueba se tratara, cuando cumplí los 25 años, la vida me recordó su crudeza. Aunque en ese momento no lo entendí, comenzaba un periodo de transformación personal marcado por algunas luces y muchas sombras.




Para ser concretos, un día me levanté con parestesias en un brazo. En otras palabras, y sin utilizar tecnicismos médicos, se me durmió completamente mi extremidad derecha. La verdad es que no le di mucha importancia.
Pensé que podía haber sido por una mala postura durante la noche.
Al día siguiente amanecí con los dos brazos dormidos. Esta sensación se acentuaba en las falanges, donde percibía como hormigas recorrían mis dedos.
En ese punto acudí inmediatamente a las manos expertas de Lola (de profesión radióloga y título honorifico, madre del aquejado), que me recomendaron acudir al hospital. Una vez allí, me hicieron una resonancia cerebral y de toda la columna, así como una serie de exploraciones manuales.
Mi espera no fue muy larga y pronto tuve acceso a unos resultados difíciles de entender, y aún más de asimilar, sí cabe. Resultaba que tenía dos protrusiones discales a la altura del cuello.



Antes de nada, permíteme presentarme.
Mi nombre es Carlos Goyanes. Hijo de médicos y de profesión economista. Mi infancia como hijo único, aunque en solitario, fue feliz. Mi condición como primogénito marcó mi carácter entre algodones, que posteriormente me pasaría factura.
Hasta los 25 años, todo fue como la seda. Mis méritos académicos, mis primeros trabajos, mis amores, los amigos, los triunfos deportivos, mi salud en general, todo giraba en torno a un círculo perfecto que funcionaba a las mil maravillas. El engranaje de mi vida parecía hecho a medida.
Como si de un periodo de prueba se tratara, cuando cumplí los 25 años, la vida me recordó su crudeza. Aunque en ese momento no lo entendí, comenzaba un periodo de transformación personal marcado por algunas luces y muchas sombras.



Para ser concretos, un día me levanté con parestesias en un brazo. En otras palabras, y sin utilizar tecnicismos médicos, se me durmió completamente mi extremidad derecha. La verdad es que no le di mucha importancia.
Pensé que podía haber sido por una mala postura durante la noche.
Al día siguiente amanecí con los dos brazos dormidos. Esta sensación se acentuaba en las falanges, donde percibía como hormigas recorrían mis dedos.
En ese punto acudí inmediatamente a las manos expertas de Lola (de profesión radióloga y título honorifico, madre del aquejado), que me recomendaron acudir al hospital. Una vez allí, me hicieron una resonancia cerebral y de toda la columna, así como una serie de exploraciones manuales.
Mi espera no fue muy larga y pronto tuve acceso a unos resultados difíciles de entender, y aún más de asimilar, sí cabe. Resultaba que tenía dos protrusiones discales a la altura del cuello.
Después de no entender las explicaciones del médico, quizás por mi aceleración, hice la consulta típica en internet.
Cito textualmente:
“La protrusión discal consiste en la deformación de la envuelta fibrosa por el impacto del material gelatinoso del núcleo pulposo contra ella. Se produce cuando la presión del disco es mayor que la resistencia de la envuelta fibrosa”.
De primeras no entendí nada. Mi mente estaba agarrotada. Tras unas cuantas horas de lecturas y video adicionales, comprendí a grande rasgos, que el “cojín” que todos tenemos entre vertebra y vertebra, que sirve para amortiguar los impactos, se estaba saliendo y estaba comprimiendo los nervios cercanos.
Su posterior degeneración podía acabar en hernia y seguir descompensándome la columna. Este efecto producía hormigueos, así como en algunas ocasiones dolor extremo.
Aunque el conocimiento es poder, su interpretación no es menos. Tras entender lo que la medicina convencional me explicaba, los dolores súbitamente aparecieron para quedarse por una larga temporada.



¡Parecía como si los hubiera llamado!
No se trataba de un dolor puntual agudo que se resolvía yendo a urgencias, sino que mi dolor era debido a una lesión degenerativa. Se trataba de un dolor de larga evolución y de intensidad alta.
Como si de un hipocondríaco se basara mi historia, según leía, mis síntomas empeoraban.
Este fue mi primer gran error, pero también mi primera lección:
“Obsesionarse no es bueno ni productivo para una pronta recuperación”.
Mi gran problema fue mi enfoque. Jamás me había enfrentado a una situación tan dura en mi vida. Jamás me había puesto al límite de mis hasta entonces dormidas capacidades.
El resultado fue que el dolor me destrozó sin piedad. Antes de empezar la batalla, ya la había perdido. Lo peor fue observar como el dolor se acentuaba con el paso del tiempo, comiendo terreno a mí ya de por sí, lastrada moral.
Llegó un momento que la tristeza, la obsesión y las amargas lágrimas formaban parte de mi día a día. Ese desconsuelo, no solo lo proyectaba mi cara cadáver sino mi actitud pésima y derrotista ante la vida. Como para invitarme a una fiesta …
Me solía preguntar, ¿por qué me ha tocado esto a mí? ¿Qué le he hecho yo a la vida? No me parecía nada justa mi condición.
¿Te suena esto?
La verdad es que ni disfrutaba de la vida, ni dejaba en paz a los demás. Un perro del hortelano, pero en el sentido más víctima de la expresión.
Menos mal que ya vivía solo, que me había independizado hacía unos meses.
Recuerdo una vez que me arrastraba por el supermercado sin fuerzas ni ganas, de llenar la cesta de la compra. Sonó el teléfono. Era Lola.
– ¿Hijo, como estas? – Su voz aunque con tono firme, se notaba preocupada.
Recuerdo cómo me derrumbé al instante. Me brotaron las lágrimas.
– “No puedo más” – Entonces solo había pasado medio año desde que me habían etiquetado medicamente.
Lola llena de generosidad, intentó aplacar mi lamento desconsolado, mientras me daba fuerzas y ánimos. Fue inútil, la derrota ya estaba metida en mi mente.
Segunda lección que aprendí:
“El único que puede hacer por cambiar, eres tú. Los demás solo te pueden orientar y apoyar, pero la decisión final es tuya”.
Como si de un ciclo en recesión se tratase, mi vida empezó a deteriorarse cada día más. De hecho podríamos decir que durante muchos meses estuvo en caída libre.
Mi grado de victimismo no se quedaba atrás. Lloraba y me quejaba. Pataleaba y sentía miedo. Un coctel explosivo de las peores emociones.
Entiendo que si estás leyendo o te estas planteando leer esta trilogía, es porque has vivido situaciones parecidas o en algún momento te has sentido desbordado por emociones negativas.
O simplemente porque estás cansado de vivir una vida cargada de dolor y de cansancio físico.
La buena noticia, es que se trata de un proceso REVERSIBLE.
¡Yo conseguí vivir una vida llena de salud y libre de dolor!
¿Quieres saber cómo lo hice?
Entonces estudia a consciencia la trilogía …
EL CLUB DE LOS HÉROES
Después de no entender las explicaciones del médico, quizás por mi aceleración, hice la consulta típica en internet.
Cito textualmente:
“La protrusión discal consiste en la deformación de la envuelta fibrosa por el impacto del material gelatinoso del núcleo pulposo contra ella. Se produce cuando la presión del disco es mayor que la resistencia de la envuelta fibrosa”.
De primeras no entendí nada. Mi mente estaba agarrotada. Tras unas cuantas horas de lecturas y video adicionales, comprendí a grande rasgos, que el “cojín” que todos tenemos entre vertebra y vertebra, que sirve para amortiguar los impactos, se estaba saliendo y estaba comprimiendo los nervios cercanos.
Su posterior degeneración podía acabar en hernia y seguir descompensándome la columna. Este efecto producía hormigueos, así como en algunas ocasiones dolor extremo.
Aunque el conocimiento es poder, su interpretación no es menos. Tras entender lo que la medicina convencional me explicaba, los dolores súbitamente aparecieron para quedarse por una larga temporada.



¡Parecía como si los hubiera llamado!
No se trataba de un dolor puntual agudo que se resolvía yendo a urgencias, sino que mi dolor era debido a una lesión degenerativa. Se trataba de un dolor de larga evolución y de intensidad alta.
Como si de un hipocondríaco se basara mi historia, según leía, mis síntomas empeoraban.
Este fue mi primer gran error, pero también mi primera lección:
“Obsesionarse no es bueno ni productivo para una pronta recuperación”.
Mi gran problema fue mi enfoque. Jamás me había enfrentado a una situación tan dura en mi vida. Jamás me había puesto al límite de mis hasta entonces dormidas capacidades.
El resultado fue que el dolor me destrozó sin piedad. Antes de empezar la batalla, ya la había perdido. Lo peor fue observar como el dolor se acentuaba con el paso del tiempo, comiendo terreno a mí ya de por sí, lastrada moral.
Llegó un momento que la tristeza, la obsesión y las amargas lágrimas formaban parte de mi día a día. Ese desconsuelo, no solo lo proyectaba mi cara cadáver sino mi actitud pésima y derrotista ante la vida. Como para invitarme a una fiesta …
Me solía preguntar, ¿por qué me ha tocado esto a mí? ¿Qué le he hecho yo a la vida? No me parecía nada justa mi condición.
¿Te suena esto?
La verdad es que ni disfrutaba de la vida, ni dejaba en paz a los demás. Un perro del hortelano, pero en el sentido más víctima de la expresión.
Menos mal que ya vivía solo, que me había independizado hacía unos meses.
Recuerdo una vez que me arrastraba por el supermercado sin fuerzas ni ganas, de llenar la cesta de la compra. Sonó el teléfono. Era Lola.
– ¿Hijo, como estas? – Su voz aunque con tono firme, se notaba preocupada.
Recuerdo cómo me derrumbé al instante. Me brotaron las lágrimas.
– “No puedo más” – Entonces solo había pasado medio año desde que me habían etiquetado medicamente.
Lola llena de generosidad, intentó aplacar mi lamento desconsolado, mientras me daba fuerzas y ánimos. Fue inútil, la derrota ya estaba metida en mi mente.
Segunda lección que aprendí:
“El único que puede hacer por cambiar, eres tú. Los demás solo te pueden orientar y apoyar, pero la decisión final es tuya”.
Como si de un ciclo en recesión se tratase, mi vida empezó a deteriorarse cada día más. De hecho podríamos decir que durante muchos meses estuvo en caída libre.
Mi grado de victimismo no se quedaba atrás. Lloraba y me quejaba. Pataleaba y sentía miedo. Un coctel explosivo de las peores emociones.
Entiendo que si estás leyendo o te estas planteando leer esta trilogía, es porque has vivido situaciones parecidas o en algún momento te has sentido desbordado por emociones negativas.
O simplemente porque estás cansado de vivir una vida cargada de dolor y de cansancio físico.
La buena noticia, es que se trata de un proceso REVERSIBLE.
¡Yo conseguí vivir una vida llena de salud y libre de dolor!
¿Quieres saber cómo lo hice?
Entonces estudia a consciencia la trilogía …
EL CLUB DE LOS HÉROES